Hace un mes y algo empezamos a meditar en serio.
No en serio serio como los que lo dejan todo para irse a la India a un áshram, pero sí bastante en serio como para acomodar ciertos espacios en nuestra vida alrededor de la meditación, priorizando esta por encima de otras cosas.
Todo empezó con el retiro de primavera de "El Soltar" en el monasterio budista de Pedreguer, Alicante. Nunca habíamos hecho ningún retiro ni les veíamos mucho sentido tampoco. Al fin y al cabo, si de verdad quieres cambiar tus hábitos, tendrás que hacerlo en el entorno en que los llevas a cabo normalmente, "no vale" con irte a un sitio y esperar que todo cambie a tu vuelta.
Eso era lo que pensábamos, pero lo cierto es que no sabíamos nada de lo que es un retiro ni qué objetivos tiene.
Llevábamos medio año escuchando por YouTube a un lama americano-gallego-uruguayo que nos recomendó la madre de Andreu, e incluso empezamos a hacer un poco de meditación. Surgían cosas del día a día, nos íbamos fuera los findes y entre unas cosas y otras la práctica era bastante irregular, así que el resultado también lo era. Aun así, seguíamos viendo sus vídeos e intentando entender y poner en práctica las enseñanzas.
Aprendimos muchísimas cosas en el retiro, pero lo más importante fue el valor experiencial. Nos levantábamos a las seis para estar en el templo a las siete para la primera meditación. La segunda era a las diez y la última a las ocho de la tarde. Para nosotros, que hasta entonces apenas habíamos aguantado quince minutos sin que nos doliera todo o nos durmiéramos, era muchísimo, y la diferencia que produjo en nuestro estado de ánimo y nuestra conciencia fue enorme.
Con solo cinco días de práctica "intensa" percibimos que el mundo no era tan frenético, descubrimos que nuestras reacciones habituales estaban un poco más bajo nuestro control, no nos distraíamos tanto, teníamos más paciencia y tolerancia y, algo que resulta fascinante y de lo que no se habla mucho cuando se exponen los beneficios de la meditación: lo que antes era ordinario y pasábamos por alto (el sabor de la comida, las pisadas en el suelo al andar, las vistas de siempre desde nuestra ventana), ahora estaba revestido de una nueva cualidad, como si lo viéramos por primera vez.
Nos recordó en forma muy diluida a la experiencia psicodélica. Cuando tomas psicodélicos en un entorno tranquilo, la realidad común se vuelve extraordinaria. Da igual que estés en tu cuarto o en un bosque, que comas un mendrugo de pan o un exquisito guacamole de esos que atiborramos de cilantro, todo es nuevo, todo es casi un milagro. Percibes como si volvieras a ser un niño, como si vivieras las cosas por primera vez, pero con la conciencia expandida, clara, lúcida y tranquila.
Un retiro sirve para descubrir qué cotas eres capaz de alcanzar si te dedicas con ahínco a algo; en este caso, a la meditación. El entorno y el programa está optimizado para que te sumerjas plenamente en la práctica, sin las exigencias y distracciones de tu vida ahí fuera. Entonces, cuando ves el resultado que puede llegar a tener, desarrollas la determinación de ir a por ello.
Por supuesto, tres o cuatro días después de volver del retiro, gran parte de esa conciencia tranquila y lúcida se ha marchado y de nuevo ocupan su lugar todo tipo de emociones y pensamientos que te sacan del presente, en forma de preocupaciones, estrés, ansiedad, aburrimiento... Toda la gama de distracciones mentales y emocionales.
Lo mismo pasa con las setas, pero de manera mucho más abrupta. El viaje psicodélico se acaba a las cinco horas, lo tienes en la punta de los dedos durante cinco más y al día siguiente es casi como un sueño, como si en un tiempo indefinido y mágico hubieras habitado un plano diferente de la realidad.
De hecho, desde hace tiempo intuimos que la función de los psicodélicos es mostrarte hasta dónde puede expandirse tu conciencia, darte una prueba clara y contundente de que la realidad es mucho más de lo que estás percibiendo y mucho menos complicada de lo que te parece ahora. Te dan la prueba de que la manera normal en que experimentas la vida no es la única manera, ni tampoco la mejor.
Esta conciencia aumentada y liberada de sus anclajes egocéntricos es algo que adquieren los meditadores expertos que han dedicado miles de horas a la práctica, y que el que se inicia tiene que confiar en que realmente se puede lograr, es decir, que nosotros, que somos unos mindundis, podemos lograrlo y que merece la pena intentarlo.
Merece la pena. O como dice una de nuestras maestras, "merece la alegría". Merece el esfuerzo, que no es en realidad un esfuerzo, porque meditar puede llegar a volverse un placer (para nosotros lo es una de cada tres veces, tampoco os creáis).
Podemos sacar un listado de áridos beneficios: más presencia, menor reactividad emocional, más creatividad, reducción de los dolores físicos, mejora de la salud, sistema inmune aumentado... pero todo esto son palabras que no significan nada, que no nos tocan.
Uno tiene que experimentarlo, como cuando se toman psicodélicos y se percibe la abrumadora belleza de la realidad, o cuando se va a un retiro como este y no tiene más remedio que meditar durante cinco días, y de repente un problema que nos hubiera enredado durante todo el día se ve como lo que es, un contratiempo, un malentendido, y se deja ir.
(Andreu) Uno de los descubrimientos diferenciales ha sido el poder que ciertas meditaciones tienen en el día a día. Tiendo a “relajar” la mente (o más bien dejarme llevar por la corriente de pensamientos) y enfrascarme en memorias o preocupaciones que no me aportan nada. En realidad no la relajo en absoluto, porque acabo agotado y no llego a ningún puerto. Sin embargo, cuando estoy presente sin hacer nada (aparentemente lo mismo, pero sin ese ajetreo mental) es tremendamente placentero, es como si hasta ahora en mi vida hubiera estado en el asiento del copiloto y, por unos momentos, cogiera el volante.
¿Y qué habíamos ido a soltar en el retiro sobre "El Soltar"?
Las ideas mundanas de lo que es la felicidad. La expectativa de que algo ahí fuera es lo que nos va a hacer felices, y que cuando alcancemos ese punto en nuestra vida (tener finalmente un terreno, hacer ese viaje soñado a Nueva Zelanda, tener más tiempo libre y/o menos obligaciones...) todo estará bien y podremos relajarnos y ser felices. Parece una obviedad (para nosotros lo era), pero darse cuenta de las implicaciones es lo más difícil.
Cuando sueltas la expectativa de que algo te haga feliz en un futuro, tienes que adoptar la creencia contraria: yo puedo ser feliz ahora, depende de mí; o dicho de otra manera, lo único que me impide ser feliz ahora soy yo mismo.
Esto es muy chocante; para nosotros también lo fue.
Pensamos que si elegimos ser felices es artificial, que no es genuino, parece que tiene que venir algo de fuera para que justifique nuestra felicidad y que la haga legítima.
Puedes comprobarlo si recuerdas algún momento que estuvieras esperando con muchas ganas, algún momento que hayas conseguido algo que querías, comprarte una casa, casarte, tener un hijo, viajar, o que te suban el sueldo, son momentos que (antes de que pasaran) pensabas que serían momentos en el que por fin, serías feliz, pero cuando llegan han sido momentos fugaces, y al acabarse inmediatamente vuelves a poner la vista en el horizonte buscando algo que (esta vez sí) te haga feliz. Los pequeños momentos de alegría no son más que eso, buenos momentos; la verdadera felicidad es mucho más que eso, no depende de las condiciones externas y, por lo tanto, no cambia.
Requiere valentía, porque implica aceptar que cualquier estado que nos ponga tristes depende directamente de nosotros.
Está claro que va a depender de nuestro nivel de madurez. Si nos enviaran ahora a un campo de concentración, por mucho que sepamos que la felicidad depende de nosotros, no hemos encarnado esta realidad en nuestro interior y vamos a sufrir como los demás. (Aunque tenemos el ejemplo del psicólogo Viktor Frankl, que escribió el famosísimo El hombre en busca de sentido e hizo de la cruenta experiencia en uno de estos campos de exterminio nazi algo bello e inspirador).
No obstante, la mayoría de nosotros no estamos expuestos a experiencias tan dolorosas. Nuestro sufrimiento nos lo causa sobre todo nuestra mente, que le da vueltas y vueltas a cosas que no nos aportan. Es aquí donde la enseñanza budista nos puede ayudar a desarrollar esa autonomía y esa felicidad sin condiciones, que no depende de picos de estimulación (la próxima gran fiesta, una cena gourmet...) y que no se ve socavada por un repentino bajón anímico.
Como dice muchas veces el lama Rinchen, "No se logra nada importante en la vida sin el dominio de la mente".
La práctica de la meditación es ese entrenamiento en el dominio de la mente. Es lo que nos permite discernir entre lo que es bueno para nosotros y lo que no lo es, e incluso hace que aprendamos a que lo que es bueno para nosotros nos acabe gustando, como la meditación misma.
El lama Rinchen explica en gran detalle este punto, cómo hacer que lo que es bueno te guste, en el minuto 48:22 de la primera charla del retiro del Soltar. (La pregunta es de Marta, y es un tema al que llevaba dándole vueltas varios meses). Se explaya bastante, pero cada cosa que dice resulta enormemente inspiradora. Os lo dejamos por si os apetece escucharlo y, de paso, conocerle, si no lo conocéis aún.
Muchas gracias por leernos.
Un abrazo,
Marta y Andreu
PD: Lo cierto es que esta newsletter está siendo un poco más ecléctica de lo que pensábamos en un comienzo, con menos permacultura y más de todo un poco, pero esperamos que aun así os sirva y pueda inspirar a alguien. En la próxima prometemos algunas fotos del futuro bosque comestible que estamos preparando en Calles.
Gracias Marta Andreu por compartir vuestra experiencia! Ganas de empezar a meditar! Expectante de vuestra próxima publicación!