En las últimas semanas, hemos estado pensando mucho en el miedo y todo lo que este engendra. El deseo de seguridad, tranquilidad, salud. Un techo sobre la cabeza, suficiente dinero para "estar tranquilos", algo a lo que volver si todo falla.
Es raro encontrarse con alguien que no desee todas estas cosas. También nosotros las deseamos. Sin embargo, pocas veces nos planteamos el origen y la conclusión de este deseo. ¿Cuánto dinero es suficiente para estar tranquilo? Casi nunca podemos dar un número, y si lo damos, no está precisamente a dos sueldos de distancia.
Nuestra sociedad nos inculca el deseo de que todo en nuestra vida esté atado y asegurado. Nos empuja a tener un trabajo mejor para ganar más dinero y a trabajar tantas horas como el cuerpo/la mente aguante. Nos hace preguntarnos qué pasaría si la casa prendiera fuego o si nos echaran de ese trabajo mediocre y aburrido que nos exprime pero que, al fin y al cabo, es seguro. O qué pasará dentro de treinta años, cuando vayamos a jubilarnos y no hayamos cotizado lo suficiente. (No nos hace cuestionarnos, por otro lado, si dentro de treinta años habrá todavía un sistema de pensiones).
Todas estas son preocupaciones válidas y que hay que examinar con objetividad. Sin embargo, no son lo único que deberíamos considerar.
¿Qué pasa con lo que quieres aprender y experimentar en tu vida? ¿Qué pasa con el tiempo para ti, a dónde va? ¿Tienes suficiente o vas corriendo de un lado a otro para llegar a todo? ¿Y la familia, puedes criar de forma consciente en estas condiciones? ¿Y qué pasa con dar tu energía a un trabajo que no te importa, cuyos valores no compartes? (Es el caso de muchas personas, aunque por suerte no tanto el nuestro).
El coste de una vida convencionalmente segura es que a menudo renuncias a lo que realmente importa y que no tiene que ver ni con el dinero ni con la supuesta “seguridad”.
El coste para muchas personas es no vivir la vida que realmente quieren vivir, al menos hasta que se jubilan y adquieren esa libertad económica y tiempo libre que les da la pensión.
Pero, ¿por qué no vivir la vida que queremos ahora? Mucho puede pasar hasta que nos jubilemos, entre otras cosas, que nos muramos. O, cuanto menos, que se nos acaben las ganas de hacer locuras (improbable, pero quién sabe).
Este deseo de tranquilidad y comodidad permea todo en nuestra sociedad, hasta tal punto que pensamos que es lo normal y natural. Pero no, es solo una manera más de ver la vida, por muy común que sea, unas gafas que llevamos todos puestos.
La ideología dominante (lo que creemos que es "normal y natural", incluso bueno) permanece invisible porque no tenemos nada con qué compararla. Por eso es siempre enriquecedor estudiar cómo vivían y pensaban en otros tiempos. Estudiar, como hizo el pionero anarquista Kropotkin, la sociedad medieval y su sistema gremial de apoyo mutuo, que poco tiene que ver con la exaltación de la competencia de hoy en día.
El deseo de que las cosas sean fáciles, de que no nos produzcan dolor o incomodidad, tiene una parte innata y una parte aprendida, porque en la Antigüedad otros valores (ni mejores ni peores, pero otros) eran más importantes que tener una vida cómoda. Los peregrinajes no eran para nada cómodos, había quien los hacía descalzo o flagelándose. No decimos que haya que volver a eso, sino que en ese marcado contraste entre lo que valoramos ahora y lo que se valoraba antes podemos encontrar la libertad, descubrir lo que nosotros, como individuos, valoramos.
En contraste con esos largos peregrinajes, de los que volvías necesariamente una persona distinta, tenemos ahora los viajes turísticos. Las vacaciones típicas de turismo frenético, con sus fotos a diestro y siniestro, degustación exprés de la gastronomía local, todos los ítems de la guía turística tachados, sin pararse a respirar, sentir, observar el ambiente con todos los sentidos ni (desde luego, porque con tan poco tiempo es imposible) hablar con la gente del lugar.
Un viaje trepidante del que volvemos a casa exactamente igual que como nos fuimos. Con suerte, si nos pasa algo imprevisto, podremos contarle algo a nuestros amigos: cuando nos caímos de la lancha, nos perdimos en la ciudad sin batería en el móvil o entró un mono en nuestra habitación de hotel. En el momento nos causó una gran ansiedad, para después convertirse en el punto más interesante de nuestra historia.
(Marta) Tengo que hacer unas matizaciones personales. He tenido la grandísima suerte de poder ser turista en varios de esos viajes exóticos, porque todo lo que mi madre ganaba lo invertía en viajar. He podido bucear en la Gran Barrera de Coral, pasear a caballo por Isla Margarita, hacer fotos a un león que se restregaba contra nuestro jeep, entrar en una discoteca de lujo en Nueva York (y sentirme muy fuera de lugar) y muchas otras cosas maravillosas que no olvidaré nunca. Estoy muy agradecida por todo ello, cada uno de esos viajes ha sido un regalo. Esto que escribimos ahora no pretende desmerecer todas aquellas experiencias.
De hecho, es gracias a esas experiencias que he descubierto que me gusta viajar y conocer otros países y culturas, engendrando en mí el anhelo de hacerlo de una manera más auténtica, formando parte de los lugares a los que vaya y dejando mi pequeño granito de arena.
Este deseo de tranquilidad, comodidad, vida lineal y segura, lo vemos también en las últimas tendencias en videojuegos. Excepto algunos juegos de nicho, pensados para los nostálgicos de la dificultad y la confusión (como la saga Dark Souls), la mayoría de juegos ahora se hacen pensando en que el jugador lo tenga todo claro, no se pierda por el camino, no tenga excesivas pausas, no muera demasiado o la penalización no sea excesiva.
Que la montaña rusa de la dopamina sea óptima para que siga jugando, sin grandes valles de frustración, pero también sin picos de éxtasis. Es exactamente lo que hacen los antidepresivos.
Y estos juegos lo hacen muy bien, si contabilizamos el número de personas enganchadas a ellos. El último de esta línea es el MMO (multijugador masivo online) Lost Ark, que se puede jugar casi por completo en solitario. Ha llegado a juego más jugado de la historia en Steam, una de las plataformas de venta de juegos.
Son videojuegos sin vida. Todo está pensado para entretener, resultar divertido y motivarnos a seguir jugando para subir los números del inventario de nuestro personaje. Todo tiene una recompensa asociada, un chute de dopamina programado.
Los primeros juegos MMO eran incómodos, largos, frustrantes, tal y como debían ser los viajes antes de la invención del turismo. En el World of Warcraft, si querías viajar de Teldrassil a Stormwind (porque tus amigos no se habían creado el personaje de la misma raza que tú y queríais jugar juntos), más te valía tener un par de horas por delante y paciencia, y ganas de correr delante de monstruos que te superaban tantos niveles que la muerte estaba asegurada. En el trayecto, les contabas tus peripecias a tus amigos, intentabais quedar en un punto intermedio para ayudaros, o te cruzabas con alguien que te echaba un cable distrayendo a los enemigos para que pudieras pasar. Y te frustrabas, y mucho, porque no era un paseo precisamente.
Esos son los momentos de los que nos acordamos ahora cuando rememoramos aquellos juegos, aquellos viajes.
La incomodidad, la intranquilidad, la frustración, el no saber qué va a pasar... son parte de la vida. El no tener el control de todo, el poder ser sorprendido. Gratamente algunas veces, pero también otras veces de formas que nos duelen y nos causan heridas. No se puede tener una cosa sin la otra.
De modo que, ¿por qué nos empeñamos tanto como sociedad en estar tranquilos y seguros? ¿Por qué, si la consecuencia de eso es un aburrimiento terrible, una desazón y un vacío interior al que no queremos mirar, que tapamos con actividades, televisión, videojuegos?
Es evidente que al sistema le conviene una sociedad miedosa y ansiosa, pues tratará de tapar su ansiedad consumiendo. No creemos que haya una élite mundial moviendo fichas y atándonos cada vez más en la deuda, los deseos insatisfechos y el miedo a la muerte (aunque quién sabe); posiblemente solo sea una tendencia que se retroalimenta a sí misma, una enfermedad que todos tenemos y, por tanto, pasa desapercibida (como el estrés generalizado). El agua en la que viven los peces sin jamás saber lo que es.
Queremos acabar este segundo artículo con una nota positiva: hay muchas personas viviendo una vida diferente en la que el miedo (y el deseo de seguridad) no juega el papel protagonista.
Nos vienen a la cabeza muchas de las personas que conocimos en Sunseed, como Gonzalo, hijo de padres con dinero, que se había dejado el lujo de calentar la casa entera presionando un botón para recogerse su propia leña para no pasar frío por las noches.
Pero no hace falta "pasar penurias" o vivir en una ecoaldea para llevar una vida alineada con nuestro Ser, soltando miedos que nos limitan. Hay quien monta un centro de terapias naturales y se entrega a lo que sea que puede servir mejor a la humanidad, como una increíble mujer que conocemos. Hay quien se va a vivir en la linde de un bosque primigenio en Dinamarca y hace sesiones de asesoramiento filosófico siguiendo los principios de la economía del regalo, como Morten Tolboll. Hay quien se va al campo y monta un periódico para "holgazanes" (The Idler), como Tom Hodgkinson. Hay quien okupa una alquería abandonada en la que crea una asociación para recogida de alimentos para las familias de Malilla y un centro social gratuito para los jóvenes, como un amigo nuestro.
Hay tantas maneras de vivir como personas. Nosotros estamos en busca de la nuestra, la que nos da un poco de miedo, pero también una inmensa satisfacción de no saber qué nos deparará el mañana.
Un abrazo,
Andreu y Marta
PD: Os dejamos un vídeo interesante de After Skool sobre nuestra obsesión actual con la seguridad y cómo esta conduce al autoritarismo y la enfermedad mental (narrado en inglés, con subtítulos solo en inglés por el momento).
PD2: Sunseed está llevando a cabo una campaña de crowdfunding para poder comprar las parcelas de huerto que llevan años alquilando y que ahora los dueños quieren vender. Si a alguien le gustaría contribuir, aún estáis a tiempo!