Se han movido muchas cosas en muy poco tiempo. A principios de junio nos casamos, nos hemos ido a Madagascar de viaje de novios y a los dos días de volver nos operamos de la vista, los dos a la vez.
Estas tres cosas han sido espectaculares y han sobrepasado nuestras expectativas, cada una a su manera.
La boda, maravillosa por partida doble. Hicimos la celebración en dos partes: el primer día con la familia y el segundo con los amigos, en ambientes totalmente distintos, y para nosotros fue la mejor decisión. Disfrutamos ambas celebraciones y pudimos estar más presentes que si hubiéramos tenido a todo el mundo el mismo día. Muy, muy contentos y agradecidos.
Quizá lo más bonito sea ver a tanta gente a la que quieres, reunida en el mismo lugar y pasándoselo bien. También reencontrarte con gente que no ves a menudo y amigos que, aunque antes nos veíamos todos juntos, ahora rara vez nos encontramos a la vez. Eso es muy especial y hace que merezca la pena todos los esfuerzos de preparación previos.
La operación de los ojos, genial. Marta siempre había tenido un pavor enorme a siquiera mencionar cualquier cosa que tenga que ver con los ojos, así que nunca se había planteado hacérsela, pero un día una conocida le comentó de pasada que la operación había sido muy sencilla, rápida, que no te enteras de nada, ni molesta, ni duele... y algo hizo clic.
Nos animamos el uno al otro, dándonos el empujón que nos faltaba, y concertamos la cita para operarnos el mismo día.
Es fascinante cómo a menudo la misma información (que la operación es rápida, indolora, no da miedo...) nos llega años atrás y no entra en nosotros y cómo otras veces basta unas palabras para que germine. Es como si en nosotros hubiera un terreno fértil o infértil para el cambio, según nuestras circunstancias. Por eso, cuando intentamos ayudar a un amigo, a menudo nuestros mejores consejos suelen caer en saco roto: hay que saber ver dónde se encuentra la persona en su proceso y dar solo los consejos que nos han pedido, aunque nos cueste.
Por último, el viaje a Madagascar, de lo que va la newsletter de hoy.
Madagascar no es el típico lugar de luna de miel. A nosotros ni se nos había ocurrido, estábamos mirando por el este de Europa, Polonia, Rumanía...
Madagascar nos eligió a nosotros, no al revés. Resulta que los padres de Andreu ganaron en el sorteo de Navidad de Agua de Coco, la ONG de la que son socios, un viaje para dos personas a Madagascar, donde Agua de Coco tiene varios proyectos. Como hace poco nació su nieta, no querían hacer un viaje tan largo y dejar a su hija sin ayuda, así que nos dieron el viaje como regalo de bodas.
Tenemos una suerte inmensa. Madagascar se salía bastante de nuestro presupuesto, pero con el avión pagado por la ONG podíamos plantearnos alquilar un 4x4 y recorrer parte de la isla.
Nuestra idea en un principio era conducir nosotros e ir a nuestro aire, pero desde Agua de Coco nos advirtieron que si no teníamos ninguna experiencia en África, las carreteras iban a ser un choque muy grande. Y también que, aunque Madagascar es un país seguro, lo mejor era no salir de noche solos porque éramos "blanco fácil" (nunca mejor dicho). Con estos consejos y un poco asustados, decidimos contratar un chófer, y ya desde el primer día descubrimos que había sido una buena decisión.
Las carreteras, llenas de baches y agujeros, con coches averiados cada dos por tres, camiones cruzados en medio de una curva, asfalto simbólico, cebús, ocas y otra fauna diversa... Bueno, si hubiéramos tenido que conducir nosotros, aún estaríamos de camino por esa carretera infernal.
Nuestro chófer, Prudence, nos salvaba de ser arrollados por otros coches y también por la avalancha de gente que se acercaba cada vez que bajábamos del 4x4.
Aquel 4x4 era un vehículo "de lujo" y al bajar de él nuestro color de piel nos delataba como potenciales compradores de souvenirs o repartidores de comida y limosna. Nos cercaban vendedores ambulantes, conductores de pousse-pousse (un bicitaxi o rickshaw) y niños, muchos niños, pidiendo un cadeau ("regalo" en francés) o vola o argent ("dinero" en malgache o francés). Era difícil de sostener. Había mucha necesidad, mucho anhelo en aquellos ojos.
Pero esto solo pasaba en las ciudades y lugares turísticos. Al principio del viaje estuvimos tres días en Vohimana, en el Relais du Naturaliste, un enclave para investigadores y turistas en medio de la jungla, lejos de las rutas más populares, y allí pudimos ver a la gente del lugar en sus tareas cotidianas, extrañados de ver a unos blancos, pero sin esperar nada de nosotros.
Estas gentes no parecían molestas con lo que en Occidente catalogaríamos como "pobreza". Trabajaban en el campo o construyendo chozas, cocinaban, lavaban la ropa en el río, cuidaban de sus animales y de los niños... Tenían una vida completamente diferente a la occidental, pero una vida plena y satisfactoria.
Los niños en estas aldeas eran una pasada. Pequeños y mayores, estaban todos juntos y jugaban con los juguetes más sencillos, hechos a base de palos, o simplemente con sus cuerpos, corriendo y saltando por ahí. No había adultos supervisándolos, o si los había, tampoco estaban muy pendientes. Los niños mayores cuidaban de los pequeños. Se hacían las gamberradas habituales, pero no había más consecuencia que algún moratón o arañazo. Los padres no temían que los hijos se pudieran perder o que se los llevara un extraño, estaban en comunidad y estaban protegidos.
Se los veía felices con lo más simple. No hacía falta pantallas para que se entretuvieran, podían ser ellos mismos sin molestar a nadie. Era bonito verlos crecer así, tan libres y, a la vez, cuidados por todos. También los adultos parecían disfrutar de aquella vida. Era dura, porque había mucha faena física y muchos kilómetros que andar cada día, pero también había mucho ocio y vida en comunidad. Todas las noches escuchábamos música de una radio o algún altavocillo portátil y a gente bailando y pasándoselo bien.
Sin embargo, la vida en Madagascar es difícil, y la realidad es que muchos de aquellos niños o bien no van a la escuela o bien la dejan pronto para poder ayudar a su familia en el trabajo. Y sin educación, es muy difícil que si quieren llevar una vida diferente puedan llegar a hacerlo.
La esperanza radica en el dinero de los extranjeros. Nos dimos cuenta de que todos los negocios que de verdad ganaban dinero (restaurantes, hoteles, supermercados, farmacias, tiendas especializadas...) habían sido creados con capital extranjero. Es decir, un francés, italiano o americano había puesto el dinero para crear la empresa. Los pequeños negocios locales se limitaban a la venta de alimentos, comida, ropa de segunda mano, ron local...
Asociarte con los extranjeros, los vaza (pronunciado “fasáa”), era la manera de "ser alguien" o "llegar a algo". En estas ideas ya podemos ver la influencia del estilo de vida occidental. Las gentes que vivían en esa jungla en Vohimana no necesitaban llegar a nada, ya eran alguien.
Otra opción es conseguir una buena educación y un trabajo que atienda a extranjeros, como ser guía turístico o chófer. Nuestro chófer, Prudence, tenía un iPhone, aunque no de última generación, y su salario podía ser perfectamente cien veces más alto que el de un vendedor de fruta.
Las desigualdades eran enormes. En uno de los últimos días de viaje, decidimos pagar por un hotel de lujo para darnos el gusto y de paso descansar mejor (en uno de los hoteles salió una gotera justo encima de la cama, que nos despertó a mitad noche).
La primera noche cenamos en el restaurante, a un precio exorbitado para los estándares malgaches pero aceptable en Europa, con el camarero muy bien engalanado, sirviéndonos en la copa y quitándonos las migas de pan de la mesa entre plato y plato. La típica atención obsequiosa de un restaurante de lujo que siempre nos ha resultado incómoda.
No nos apetecía repetir la experiencia ni el precio, así que la noche siguiente le dijimos al chófer que queríamos cocinar con el camping gas que teníamos en el coche, como habíamos hecho ya varias veces a lo largo del camino. Pasamos muy buenos momentos cocinando juntos, con música malgache, protegiendo nuestra fruta de los lémures ladrones y haciendo el tonto.
Esta vez Prudence no parecía muy contento con la idea. Aun así, consiguió que el hotel nos dejara cocinar cerca del lavadero, donde residían los empleados y los guías.
El contraste fue enorme. Veníamos de un hotel de cuatro estrellas, con sus mármoles, parqué de madera, piscina con barra de bar... y aterrizamos, pasando una colina y a solo cincuenta metros de todo ese lujo, en uno más de aquellos puebluchos con tejados de chapa metálica, paredes desconchadas y basuras por todas partes (no hay vertederos en Madagascar, lo que no se quema se queda de decoración). Correteaban gallinas, patos y algún cerdo. La lavandería del hotel era, de hecho, la pila que íbamos a usar para limpiar nuestros cacharros de cocina.
En aquel pueblucho vivían algunos de los empleados del hotel. Nos saludó la recepcionista, una muchacha muy bonita con trencitas en el pelo. Sin el uniforme, al principio nos costó reconocerla, fuera de aquel ambiente y vestida de manga corta y con colores dispares.
Cenamos casi a oscuras, solo con la luz del coche, porque a diferencia del hotel, en aquella zona había solo un par de bombillas sueltas. Sentimos como si Prudence se avergonzara de aquello, como si se hubiera destapado la fachada del hotel y el lujo en el que se envolvía, y eso, de alguna manera, lo alcanzara a él también. Pero como Prudence era igual de tonto que nosotros, enseguida levantamos los ánimos bailando y cantando en malgache, y la cena que preparamos no tuvo nada que envidiarle a la del hotel de lujo. De postre, una papaya gigante y dulcísima, deliciosa.
En nuestra mente, los empleados del hotel debían vivir en términos parecidos, aunque a pequeña escala. Siempre nos habíamos imaginado a los mayordomos de las películas viviendo en un cuarto más pequeño y más modesto, pero con la misma esencia que la propia casa de su señor. La realidad, claro está, es diferente.
¿Cómo debía de ser para aquellas personas atender con su mejor sonrisa a ricachones europeos en aquellas habitaciones fastuosas, el doble de grandes que el cuarto que compartían con tres más? ¿Y qué pensarían de la bañera, ese impensable despilfarro de agua en medio del desierto?
Los europeos viajamos a países del Sur Global esperando encontrar las mismas comodidades que en casa. Queremos agua caliente para ducharnos, secador de pelo, aire acondicionado... Pero todos estos lujos no son la realidad de la vida de ese país que hemos ido a visitar. Tenemos una experiencia muy parcial de lo que es la vida allí.
El turismo te oculta la realidad, salvo la que es más aparente: los niños pidiéndote dinero cada vez que bajas del coche. Incluso si vas de mochilero zarrapastroso, como íbamos nosotros algunos días, no dejas de ser blanco, vaza, persona de dinero y poder.
Durante un pequeño trayecto tuvimos a otro chófer, Leo, que era hijo adoptivo de una pareja de franceses. Tenía dos pares de padres, dos raíces distintas, en Europa y en Madagascar. Su perspectiva era única, pues había bebido de ambas culturas, y se había contagiado del espíritu emprendedor europeo: había montado su propia empresa de turismo y no tenía ninguna intención de casarse y tener hijos.
Para sus padres biológicos aquello era impensable. A sus treinta años Leo debería haber tenido por lo menos cuatro o cinco hijos ya. Tampoco respetaba sus costumbres como debería. Para su tribu, era imprescindible ahorrar dinero para poder exhumar el cadáver de un difunto al cabo de varios años, celebrar una nueva ceremonia y enterrarlo nuevamente en un lugar más destacado entre sus ancestros. Destinaban más dinero a los muertos y a sus tumbas que a los vivos. Leo no compartía esa visión.
Vaza, vaza... la palabra nos acompañaba a todas partes, recordándonos nuestro privilegio, nuestro poder. Nosotros podemos elegir, el dinero nos permite tomar decisiones que para otros son imposibles. Si queremos, podemos vivir de forma humilde, en la jungla de Vohimana, y pasarnos allí el resto de nuestra vida. O podemos tener el confort europeo, un cuarto de baño, internet, secador de pelo, tostadas con crema de cacahuete para desayunar...
El conocimiento también es un privilegio. La educación que hemos recibido, el acceso que tenemos a libros, cursos, maestros... nos ha enseñado, entre otras cosas, que el arroz blanco no es nada nutritivo. Y en Madagascar toda la población se alimenta a base de arroz blanco, con un poco de verdura y, a veces, un poco de carne de guarnición.
La permacultura nos ha enseñado que arar la tierra destruye la microbiología y con ella la fertilidad del suelo, y allí en Madagascar se sigue haciendo, año tras año, porque no se conoce otra manera. Los rastrojos del arroz, a la hoguera, en vez de emplearlos como acolchados. Los váteres secos tampoco se conocen. No hay asociaciones de cultivos, sistemas de captura de agua, zanjas de retención...
Si tenemos este estatus de vaza, este dinero, este conocimiento... ¿Qué mejor que hacer algo bueno con ello? Miles de personas van a países como Madagascar como voluntarios o trabajando para ONGs, intentando aportar recursos y alternativas más resilientes y sostenibles.
En Mangily, donde tiene su hotel solidario Agua de Coco, nos mostraron sus proyectos de permacultura, su plantación de moringa, la casa de acogida para niñas, la granja escuela... Y nos llenaron el corazón de nuevo con esperanza.
Andrea, que fue quien nos enseñó todo el espacio y sus proyectos, no tenía ninguna intención de volverse a España. Allí había encontrado su vocación, el sentir que por fin su experiencia y sus habilidades podían lograr un cambio.
Nos presentó a las niñas. Chicas recogidas de la calle, de familias abusivas o ausentes, de situaciones de pobreza extrema y desamparo... Aunque no había allí en ese momento, también era muy habitual encontrar niñas y muchachas víctimas de pederastia. Mangily es un lugar a donde van muchos extranjeros para abusar sexualmente de niñas y niños pequeños. Es increíble pero sí, pasa, a estas alturas del siglo XXI.
Las niñas eran increíbles. Listísimas, cariñosas, divertidas, curiosas... No habrías creído que habían pasado por situaciones tan duras. Se las veía fuertes y llenas de vida. Nos preguntaban cosas en francés y nosotros chapurreábamos alguna cosa también en malgache. Se reían por todo. Daba gusto verlas, y estando allí entendimos por qué Jose Luis, el presidente de Agua de Coco, se desvivía tanto por ellas y ponía tanta energía en la escuela.
Incluso si el esfuerzo y el dinero alcanzaba solo para un puñado de niñas, lo merecía totalmente.
¿Qué nos llevamos del viaje de Madagascar? Su belleza y naturaleza salvaje, por descontado, pero sobre todo la experiencia de haber estado en un lugar muy diferente a Europa.
Apreciar lo que tenemos: carreteras en buen estado, agua corriente, internet, libertad para moverse por el mundo y poder elegir la vida que queremos llevar...
Y apreciar también lo que hemos perdido: tanta naturaleza sin explotar, la crianza en comunidad de los niños, el estilo de vida relajado y sin estrés (mora mora (pronunciado “mura muura”) en malgache, "con calma")...
También una determinación renovada de que nuestro privilegio de vazas sirva para algo. Aunque estemos en España, seguimos siendo unos privilegiados respecto a otras partes del mundo y respecto a muchas personas que viven aquí en una situación mucho menos acomodada que la nuestra.
No solo por esas personas, sino también por nosotros. Nos encantó conocer a Andrea y también, aunque brevemente, a Jose Luis. Ambos desprendían una energía muy especial, una pasión por trabajar y poner sus dones al servicio de los demás.
Esa pasión y vitalidad es nativa al ser humano y necesitamos recuperarla. Trabajar no solo para vivir nuestras pequeñas vidas sino para tener un impacto positivo en el mundo.
¡Gracias, Madagascar, por todos los buenos momentos y los aprendizajes!
Gracias Prudence, por ser el mejor chófer que podríamos haber tenido. Gracias, Agua de Coco, por la oportunidad de hacer este viaje y empaparnos de la cultura malgache. Gracias, Andrea, por enseñarnos los proyectos y transmitirnos tu ilusión. Gracias, Jose Luis, por tu cálida bienvenida y por tu entrega a esas niñas.
Sintiendo el agradecimiento profundo, por el viaje, por la boda y por todo lo que está viniendo a nuestra vida en estos últimos meses. Con muchas ganas también de iniciar una nueva etapa y de contaros más sobre lo que aprendemos por el camino.
Y gracias también a vosotros por leernos!
Un abrazo,
Andreu y Marta
Me he emocionado. Y me quedo muy pensativo. Gracias.