El mundo se sustenta en base a una o varias narrativas, historias que nos contamos sobre cómo funcionan las cosas, lo que está bien y lo que está mal, qué es el éxito y qué el fracaso... Estas historias dotan de sentido lo que nos rodea, sin ellas no sabríamos vivir en sociedad.
Pero estas historias tienen un problema: no son vistas como lo que son, una invención humana, algo que se superpone a la cruda realidad. Al resultar invisibles y permearlo todo, estas historias influyen sobre la mayoría de nosotros sin que lleguemos a cuestionárnoslas jamás, de la misma manera que el pez no reconoce el agua a su alrededor.
Hasta que el pez no salta fuera del agua, hasta que la persona no viaja a otras culturas o se encuentra con algo o alguien que le rompe totalmente los esquemas, esa historia no se reconoce como una forma más de ver el mundo, no el mundo en sí.
Algunas historias habituales del Norte Global son el antropocentrismo (el ser humano es el centro de todo), el mito del progreso (siempre se puede seguir creciendo, es nuestro derecho y nuestro deber), la meritocracia (los que están arriba están ahí porque se lo merecen; el esfuerzo determina la recompensa) y algunas otras (patriarcado, carnismo, individualismo...).
Respecto al cambio climático y la crisis ecosocial que se nos viene encima, hay dos narrativas predominantes y una que surge para enfrentarlas.
La primera narrativa es la de "lo mismo de siempre" (business as usual). Tenemos que seguir produciendo, consumiendo, extrayendo recursos y creciendo en todas las direcciones. Las crisis no son más que contratiempos temporales, inherentes al sistema capitalista. El cambio climático (si admitimos que existe) será abordado con alguna tecnología milagrosa, al igual que la crisis energética. Todo en orden, sigan circulando.
Una imagen muy simbólica de esta narrativa es la que vivimos hace unos días al poco de volver a Valencia. Un jueves noche habíamos quedado con unos amigos y estábamos tomándonos unas cervezas en uno de nuestros bares de siempre. En una mesa frente a nosotros, un cliente pedía al camarero que limpiara la mesa, que estaba muy sucia. El camarero le decía que acababa de limpiar, que no dejaba de ensuciarse con algo que caía del cielo. Ese algo era ceniza. Llevaba toda la tarde y toda la noche lloviendo ceniza del incendio que ha quemado más de 10,000 hectáreas en la Sierra Calderona.
Mientras, alrededor, todos seguíamos consumiendo como siempre, limpiándonos de vez en cuando los brazos y el pelo de esa ceniza que aparentemente nada tenía que ver con nosotros.
La segunda narrativa es la del Colapso. Es la que adoptamos muchos de nosotros cuando dejamos de creer en el milagro tecnológico, a menudo después de ver cómo se degradan nuestros ecosistemas, aumentan las temperaturas y se producen cada vez más fenómenos meteorológicos extremos. Dejamos de creer en que la Máquina pueda seguir imparable y creemos que no hay solución, que la inercia es demasiado poderosa como para detenerla.
La historia del Colapso nos aterra y nos deprime. Algunos consiguen seguir trabajando a favor de la vida, aunque hayan abandonado toda esperanza. Muchos otros prefieren mirar a otro lado y aceptar que el Colapso es inevitable y lo único que tiene sentido es "disfrutar mientras podamos". Al fin y al cabo, nadie hace nada. Nadie importante, al menos (o eso parece). ¿Qué más da que un ciudadano más siga con su vida y trate de olvidar la crisis que está al caer?
En nuestro caso, hubo un tiempo en el que nos dejamos atrapar por esta segunda historia. A nuestro alrededor nadie parecía implicarse en la lucha ecológica, nada parecía hacerse "desde arriba" para frenar lo que se nos venía encima. A nadie parecía importarle. Durante un par de años estuvimos bastante deprimidos con este tema, deseando encontrar algo que pudiéramos hacer, aunque fuera minúsculo, alguna esperanza, aunque fuera poco probable.
Empezamos a participar en algunos proyectos de reforestación, y la experiencia fue muy gozosa y bonita, pero la cosa cambió radicalmente cuando conocimos el impacto que tiene la ganadería en el cambio climático y nos hicimos veganos. Aunque en la práctica este gesto era solo una gota de agua en el océano, algo cambió dentro de nosotros. No pensábamos que fuéramos a cambiar el mundo, no se trataba de eso. Sentíamos que estábamos trabajando a favor de la vida. Aunque todo a nuestro alrededor continuara igual, aunque no le importara a nadie más, nosotros íbamos a habitar una historia diferente, la historia del Gran Giro.
Según la historia del Gran Giro, después del Colapso, o mientras este se está produciendo, la humanidad aprende a vivir de otra manera, de una manera más armoniosa con la vida. Los valores cambian de la competición a la cooperación, de la extracción a la regeneración, de la explotación al respeto. Reconocemos el valor de la vida y nos sentimos en hermandad con ella, en lugar de tratar de extraer el máximo provecho. Cuidamos a la naturaleza como la mano derecha cuida de la izquierda: como parte de sí misma.
Ese Gran Giro ya se está dando. Cada iniciativa que realizamos a favor de la vida y de una alternativa a este sistema moribundo forma parte del Gran Giro, dé o no dé los frutos esperados.
Una de las iniciativas que hemos experimentado hace poco ha sido la del taller de Culturas Regenerativas organizado por Extinction Rebellion en Aguarón, Zaragoza. Participamos casi treinta personas, de distintas partes de España, distintas luchas y distintos colectivos, en un taller cuyo objetivo era regenerar el movimiento activista.
Utilizamos el enfoque de Joanna Macy en El trabajo que reconecta. Una dinámica muy poderosa que nos lleva de la parálisis, la desesperación y la insensibilidad a conectar de nuevo con la historia del Gran Giro y nuestro papel en él.
El trabajo que reconecta es una espiral de cuatro fases, por las que necesitamos transitar una y otra vez para poder actuar en el mundo y tener un activismo sostenible.
La primera fase es la de la gratitud. Con la gratitud reconocemos todos los dones que nos han sido entregados sin pedir nada a cambio, todo lo que hay de bello y bueno en el mundo, la red de vida que nos sostiene. Todas las tradiciones espirituales tienen alguna práctica de gratitud entre sus rituales, porque estar vivos es un milagro y, si nos dejamos arrastrar por la inercia de la mente, con su estrés y sus obligaciones, a menudo perdemos de vista este milagro.
La gratitud nos mueve a la confianza y la generosidad, nos hace sentirnos satisfechos con lo que tenemos. Nos damos cuenta de cuánto le debemos a los demás y a la vida, engendrando en nosotros el deseo de actuar en el mundo, para devolver al menos una millonésima parte de todo cuanto se nos ha dado.
La segunda fase es honrar el dolor. Puede que esta sea la más difícil de todas. Después de reconocer el milagro de la vida, seguramente aparecerán en nosotros emociones como la tristeza, el miedo o la rabia, al observar el daño que el ser humano está causando sobre el ecosistema, sobre las culturas del Sur Global y sobre la humanidad en su conjunto.
El dolor es una emoción difícil de transitar. Nuestra tendencia es a evitarlo porque no sabemos qué hacer con él o porque pensamos que solo nos perjudica. Sin embargo, al apartarnos del dolor, invariablemente nos apartamos de todas nuestras emociones. Nos insensibilizamos a todo indistintamente, y esto nos paraliza y nos impide entrar en acción.
En el taller ocurrió una sincronicidad muy significativa para nosotros. El segundo día, cuando íbamos a empezar con la fase de honrar el dolor, recibimos noticias de que Calles, el pueblo de Andreu, volvía a sufrir un incendio. Esta vez parecía que más cerca, posiblemente tocando la zona por la que paseábamos tantas veces. La Fuente La Losa nos gustaba mucho porque nunca nos cruzábamos con nadie y porque al final de la caminata había un merendero y la propia fuente, que estaba rodeada de un área húmeda y frondosa, donde incluso salían setas en otoño, y encima del merendero había una colina donde nos gustaba sentarnos a meditar y ver atardecer.
Justo habíamos estado en aquella zona tres días antes del taller. Habíamos ido a meditar y, de paso, a regar algunos árboles pequeños que estaban sufriendo con todo el calor que estaba haciendo. Cuando nos dijeron que puede que se hubiera quemado, sentimos un gran dolor y un vacío en el corazón. Tantos recuerdos se iban con las llamas. Aquel enorme pino que nos recibía siempre, los eucaliptos y los arces que alguien plantó en un clima mediterráneo y que, pese a las difíciles condiciones, prosperaban... tal vez fueran ya ceniza. No podríamos volver a hacer ese paseo y tumbarnos en el suelo a ver salir las estrellas. Bueno, sí que podríamos, pero no tendría sentido hacerlo en una tierra quemada y muerta.
Nos sentimos vulnerables, frágiles, enormemente tristes. El ser humano tiende a dar por sentado todo lo que tiene hasta que se lo quitan, y no va a ser distinto con los paisajes de sus recuerdos. Con tantos incendios, ¿qué paisajes van a quedar íntegros, qué memorias no se va a llevar el fuego?
Tuvimos la oportunidad de expresar y compartir ese dolor en el taller, y al hacerlo sentimos la magia de la transmutación. El dolor seguía ahí, pero al hacerlo visible no pesaba tanto y se convertía en un impulso para actuar. Es muy raro tener la oportunidad para hablar de lo que nos duele, más aún si es sobre ese tema tabú que es la crisis climática, y qué sanador resulta poder hacerlo.
Después de esta fase vino la de mirar con nuevos ojos, que nos hace darnos cuenta de nuestro lugar en la gran red de la vida y observar que todo está interconectado. Nos sentimos parte del mundo y nuestro foco se movió naturalmente del bienestar personal al bienestar global.
Cuando uno medita y desarrolla una mayor calma y lucidez, a menudo puede surgir también una mayor sensibilidad. Lo que antes pasábamos por alto, ahora nos afecta o incluso nos genera dolor. Alguien que tira una lata al suelo, dos personas que se gritan, la cabeza de un cerdo expuesta en una vitrina en el mercado... nos desestabiliza y nos saca de nuestro centro.
Muchos de los activistas con los que nos encontramos eran personas sensibles y algunos de ellos estaban quemados y desesperanzados. Después de años de trabajo, parecía que no se habían hecho suficientes avances. Las personas a su alrededor seguían sin querer saber nada y ellos eran los "pesados" y los "agoreros". Su alta sensibilidad les estaba pasando factura.
Mirar con nuevos ojos puede ser el equivalente de adquirir más sabiduría, en términos budistas. Cuando un meditador se vuelve hipersensible y le duelen las injusticias que se producen en el mundo, el antídoto es desarrollar sabiduría, intentar tener una visión clara de la realidad.
La sabiduría nos muestra que cada persona hace lo mejor que sabe en cada momento: estando en su piel no dejaríamos de hacer exactamente lo mismo. Esto nos ayuda a entender, no juzgar, seguir adelante con nuestro camino sin tratar de forzar a los otros a un camino que no es el suyo.
Así dicho parece fácil, pero es un trabajo de toda una vida. Das un pasito hacia una mayor claridad mental y, a la par, otro paso hacia la sabiduría y la paciencia. Eres más sensible a todo, incluido el dolor, y te fortaleces con la comprensión de que cada cual tiene su camino. Aunque cueste, es la única manera de poder seguir haciendo nuestro trabajo en defensa de la vida y mantenernos estables y lúcidos. Solo así podemos mantener la esperanza y seguir brillando en la oscuridad.
En esta tercera fase compartimos todas las iniciativas que conocíamos que estaban trabajando a favor del Gran Giro.
Nos sorprendieron la enorme cantidad de movimientos, proyectos, personas... que aparecían por todo el mundo. La Gran Bellotada Ibérica, que busca repoblar la península con robles, coscojas, encinas... Los movimientos de Extinction Rebellion que buscan paralizar a la Máquina, exponiendo lo que los gobiernos no se atreven a investigar. Las cientos de ecoaldeas que hay solo en España, cada una con una propuesta alternativa al modo de vida que conocemos. Los pueblos en transición, que han abandonado el combustible fósil. Las acampadas en ríos que las compañías mineras pretenden explotar. Las cooperativas de consumo, huertos urbanos, escuelas de educación alternativa, movimientos okupa, encadenamientos a árboles, campañas de denuncia y sensibilización, oposición de los campesinos al agrobusiness...
Al mirar con nuevos ojos reconocimos que somos parte de una lucha global que está mucho más activa de lo que los medios nos quieren hacer creer.
También miramos con nuevos ojos hacia delante. En una preciosa dinámica, compartimos nuestras visiones del futuro, siete generaciones tras la nuestra, y vimos que no todo está perdido, muy lejos de eso. Porque la humanidad es ingeniosa y creativa, capaz de adaptarse a las condiciones más adversas. El clima puede haber empeorado, pero la historia del "business as usual" ha muerto y otra más resiliente y más humana ha tomado su lugar.
Estamos poco habituados a mirar más allá de lo inmediato, a pensar en las repercusiones a largo plazo, no solo sobre el planeta sino también en nuestras vidas (si no, la comida procesada no sería tan buen negocio!). Al invitarnos a mirar más allá nos dimos cuenta de que tal vez muchas de las semillas que plantemos ahora no germinarán durante nuestra vida, que muchos proyectos que se han empezado con una visión utópica y han “fracasado” son de hecho el germen de proyectos futuros. Eso nos quita un gran peso de encima.
Nos viene a la mente el ejemplo del movimiento feminista. Una de sus biblias es la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, escrita en 1792, que defendió, entre otras cosas, el derecho de la mujer a entrar en la educación formal. Pasarían varias generaciones aún hasta que esto pudiera hacerse, en universidades exclusivamente femeninas, y mucho más tiempo hasta que pudieran estudiar en igualdad de condiciones con los hombres. Pero Wollstonecraft plantó una de las primeras semillas, y sin ella posiblemente se hubiera tardado mucho más.
No se nos pide que creemos el nuevo mundo ya, sino que intentemos dar un paso hacia su creación. (Lo mismo se dice del estudiante de budismo: no se trata de iluminarse en una vida, sino de intentar dar un paso consciente hacia la iluminación).
La última fase del Trabajo que Reconecta es la de seguir adelante. Volver ahí fuera, después de haber estado con una maravillosa comunidad de personas afines, de trasfondos muy distintos pero con un objetivo común, e intentar ser luciérnagas en la noche oscura del mundo, ser "la semilla que parte el cemento".
Eso sí, sin perder de vista el autocuidado y el disfrute, temas que también tocamos en el taller y que son indispensables para un activismo sostenible. Es más, que nuestro activismo sea una fuente de placer para nosotros, que nos cargue de energía, en lugar de dejarnos exhaustos. Como el título del libro de Jane Barry y Jelena Djordjevic, ¿Qué sentido tiene la revolución si no podemos bailar?
Agradecidos infinitamente por la oportunidad de participar en el taller y por haber podido conocer a tantas personas tan inspiradoras.
Gracias por leernos. Un abrazo y nos vemos en la próxima newsletter,
Andreu y Marta