Un día cualquiera como voluntarios
Cómo era nuestra vida como voluntarios en un proyecto de agricultura sintrópica en Galicia, dos meses atrás.
Esta carta lleva casi dos meses en borradores, desde que la DANA arrasó Valencia y dio la vuelta a la vida tal y como la conocíamos. No podíamos hablar de nuestro día a día como voluntarios en Galicia mientras tanta gente sufría, y aún nos cuesta un poco hacerlo. Este “día cualquiera como voluntarios” poco tiene que ver con los que pasamos en Aldaia o Catarroja.
Lo compartimos ahora porque nos gustó mucho escribirlo y porque no hemos podido escribir otra cosa en estas semanas. Curiosamente, aunque tenemos menos obligaciones (hemos detenido nuestro viaje y trabajo como voluntarios), el tiempo se nos escurre entre las manos mientras estamos en Valencia. Estamos reflexionando por qué es así y preparando la próxima carta sobre este tema.
Hoy os ofrecemos la otra cara de la moneda: una vida simple y en la que parece que tenemos todo el tiempo del mundo.
Un día cualquiera en la Estación Agroecológica de Vieiro (EAV) empieza despertándonos con el sol. No hay alarma, nos levantamos cuando queremos. Todo un lujo. Otro lujo es tener un cuarto y una cocina solo para los dos (nos podemos cocinar lo que queremos y, lo que es mejor, no acabamos limpiando nada que no sea nuestro).
Un lujo más: aunque estamos a finales de octubre en Galicia, no hace frío. Abrimos la ventana y entra un poco de fresco, pero no demasiado. En lo que tardamos en hacer tres inhalaciones, se ha colado el huracán de las dos gatitas, Aventura y Sardina, de casi dos meses ya. Una "amasa" nuestra manta como si estuviera amamantando y la otra muerde los cables del ordenador, para consternación de Andreu. Se enzarzan en su pelea matutina saltando sobre y alrededor de Marta, que sigue bajo las sábanas, mientras Andreu prepara el porridge.
Pero no desayunamos aún. Hace buen día, así que dejamos el desayuno casi listo y salimos a manejar un poco. Manejar es en jerga agroforestal trabajar las líneas para acelerar los procesos: podar, triturar biomasa, acolchar, desherbar… Cada línea necesita unos cuidados distintos, según su estadio de evolución.
Este día cualquiera nos bajamos al área… ¿14? (Jaime puso mucho énfasis en que nos memorizáramos los números, pero me temo que nos hemos ido sin sabernos casi ninguno). Hay un pasillo de eucaliptos podados y seis líneas que necesitan manejo y un aporte de materia orgánica.
Cortamos ortigas, mentas y hierbas de muro, podamos lenguas de vaca y borraja, arrancamos la grama. Aunque los guantes son gordos, nos llevamos algún que otro ortigazo. Nos detenemos cuando no tenemos clara una planta. Marta le saca una foto con el PlantIt, pero la mitad de las veces la app no acierta, así que por si acaso la dejamos sin podar. Ya le preguntaremos a Jaime.
De vez en cuando nos levantamos para estirar, pero mucho menos que al principio. La espalda se ha fortalecido. Durante la pequeña pausa aprovechamos para practicar la presencia. Escuchar a los pájaros subidos a los sauces y a las abejas zumbando a nuestro alrededor. Oler el eucalipto triturado con el que alimentamos las líneas. Nuestra cabeza se va a pensar en sus cosas: si algún día lograremos quitarnos toda la tierra de las uñas, o si se habrá resuelto el problema de la gotera en casa en Valencia.
Hablando de goteras, está nublado y pronto empieza a llover, así que nos subimos antes de tiempo a desayunar. Al principio de llegar al proyecto queríamos seguir unos horarios más o menos fijos, pero pronto descubrimos que en Galicia quien decide el horario es el clima.
Ahora sí, desayunamos. Cada día Andreu le echa algo distinto al porridge. Esta vez toca quinoa y arroz, además de los copos de avena, las manzanas recién cogidas del árbol y la mantequilla de cacahuete (que no falte nunca).
Aunque llueve, hoy no hace viento, y podemos comérnoslo en el porche sentados en el viejo sofá y al lado de las gatas. Alternamos entre mirar al petirrojo que trina subido al árbol y mirarlas a ellas, que duermen. El instinto cazador no se les ha activado aún.
Volvemos a la línea y repetimos el ciclo. Segar, cortar, dejar en el suelo, añadir biomasa, avanzar. Aunque es repetitivo, no se hace aburrido. Hay que estar muy atento para no cortar sin querer un retoño. Un agroforestero experimentado lo haría al triple de velocidad, pero nosotros no queremos liarla parda, así que nos tomamos nuestro tiempo.
No solemos hablar mientras trabajamos porque tenemos que estar concentrados, pero también porque la tarea nos absorbe. Cada gesto de nuestra mano destruye y construye al mismo tiempo. Cuando son podadas, las plantas liberan hormonas de crecimiento que afectan también a las vecinas. Cortando ortigas estamos estimulando también a los aguacates de al lado.
Nos tomamos una pausa. Eso significa comer algo, lo que sea que haya cerca. En este caso, physalis, feijoas y unos pocos arándanos. También encontramos un pera-melón aceptable.
Otra horita o dos y ya nos entra el hambre. Volvemos a casa.
También a la hora de la comida nos ponemos creativos. Aunque llevamos seis semanas comiendo legumbres, no hemos agotado aún las posibilidades. Esta vez hay alubias negras con pimiento, tomate y calabaza cabello de ángel. Casi todo de la huerta de Jaime.
De postre, nuestra tradicional "gordigalleta", una versión mejorada de una galleta estándar. Casi siempre con crema de cacahuete. A veces con nueces. Otras, cuando estamos especialmente "gordis", con mermelada. Esta vez se le ha ocurrido a Andreu echarle maracuyá, que crece feliz sobre el techado del vivero. Cogemos nuestra gordigalleta y la chocamos haciendo "chin-chín", como si de champán se tratara. Eso también forma parte de la tradición.
La verdad es con maracuyá no está nada mal. Y de postre del postre, un trocito de chocolate del 86% dejado deshacerse en la boca. A veces hay postre del postre del postre, pero este día nos contenemos.
Algunos días dormimos la siesta. Depende del tiempo que haga y de lo cansados que estemos. Este día nos bajamos a la línea otra vez. Nos llevamos a las gatitas en una cesta, envueltas en la chaqueta de Andreu, y las colocamos bajo un enset (una herbácea gigante que parece un banano), por si llueve. Duermen plácidamente. Cualquiera diría que son los mismos demonios que esta mañana nos arañaban el sillón y mordisqueaban los cables.
Cuando despiertan, estamos metidos de lleno en el ortigal. Se suben a los eucaliptos haciendo uso de sus uñitas afiladas.
Seguimos trabajando. Aunque el objetivo es enorme y requiere tiempo, no perdemos de vista el proceso. Hoy esta línea, mañana la otra. En un par de semanas, pasar la desbrozadora. En seis meses, podar los eucaliptos de nuevo. En algunos años esos eucaliptos dejarán paso a otras especies: aguacates, nogales, robles, cítricos, manzanos, melocotones, castaños. Vamos sumando hasta llegar a un bosque productivo.
Paramos un momento para estirar de nuevo y practicar la presencia contemplando a los gatos subir y bajar como escaladores profesionales.
Aun con las monerías de los gatos, la cabeza se va a otras cosas. Otra vez la gotera, y de ahí al dinero, fuente de preocupaciones donde las haya. Entre unas cosas y otras acabamos hablando de la derrama que, por temas burocráticos, vamos a tener que hacer en la comunidad de vecinos para arreglar una fachada que aun está en buen estado. Hay que ir preparando cinco mil pavos por puerta, mínimo. Cruzamos los dedos para que no se plantee próximamente poner un ascensor.
Descubrimos que hablar de dinero en realidad es hablar de muchas otras cuestiones. Confianza, seguridad, libertad. Roles en la pareja. Cargas, creencias, deseos.
El deseo de algún día poder crear un lugar así, nuestro. (Aunque el “nuestro” suena un poco a la vieja ilusión de que la tierra tiene dueño, no podemos evitarlo.)
Antes de terminar la jornada pasamos por el huerto. Es una jungla que escapa a nuestra comprensión. Cogemos pimientos del padrón y guindillas. Las hemos dejado unos días extra a ver si pican. Nos gusta el riesgo. Recogemos habas para semilla y para comer. Comprobamos si ya están listas las mazorcas que tanta alegría le han dado a Jaime: cada semilla es de un color distinto, cada mazorca, un arcoíris de fenotipos.
Aún es pronto y no llueve, así que nos bajamos a la linde del terreno, uno de nuestros sitios de meditación preferidos. Nos siguen las gatitas, saltando como liebres por el pasto crecido. En unas pocas semanas habrá que manejar esa zona también, pero nosotros ya no estaremos.
Al fondo hay un gran sauce bajo el cual nos gusta sentarnos. Nos hemos traído un impermeable para cubrir el suelo, que ya hemos aprendido que la hierba húmeda nos cala los pantalones.
Hay cinco o seis pajarillos que cantan, emiten chasquidos y van saltando de rama en rama del sauce y de los árboles vecinos. Las gatas se suben a alguno, pero no logran cazar nada. Eso nos alivia. Sabemos que tienen que aprender a cazar, pero preferimos que no lo hagan en nuestra presencia.
Andreu hace un ejercicio de respiración y Marta medita. Se está muy bien allí. Tan bien como debería sentirse la vida siempre. Sencilla, placentera, abundante. En sintonía con el resto de la vida.
“¿Te imaginas hacer esto mismo en un lugar que sea nuestro?”, pregunta Marta.
“No, la verdad es que no”.
Aun nos queda mucho por aprender y mucho viaje por delante. La sintrópica es tan compleja que no sabemos ni por donde empezar a diseñar una sola línea. Lo que nos dicen unos y otros es que hay que empezar experimentando, sabiendo que vas a equivocarte. Coger semillas y esquejes de todo lo que crece cerca y echarlo a la tierra. Observar, aprender, repetir.
Como dice Jaime, cada línea es un museo de sus cagadas.
Volvemos a casa y nos quedamos dentro ya hasta el día siguiente. Mientras se hace de noche nos ponemos un rato con el ordenador y escribimos esta carta que te llega dos semanas más tarde.
Es curioso como el tiempo material es el mismo que cuando teníamos una “vida convencional”, pero la sensación es que los días son más largos. Hay tiempo para todo: para cocinarse algo rico y creativo, para leer, para trabajar por la mañana y para trabajar por la tarde, para pinchar música, para meditar, para escribir estas newsletters.
Este ha sido un día en nuestra vida de voluntarios en la EAV. A vista de pájaro cada día se parece, pero en los pequeños detalles cada uno es muy distinto.
Son días felices, incluso con sus conflictos. Incluso con las ausencias. Nos falta gente. Nuestra gente o, si nos ponemos filosóficos, una sensación de comunidad. Jaime y Ana nos acogieron con mucho amor, pero no estuvimos tanto con ellos como nos habría gustado: tienen cursos que impartir, trabajo en el taller e incluso estuvieron filmando un documental del espacio.
Próximamente, Valencia. Nos llenará en algunos aspectos, pero nos dejará hambrientos en otros, mientras en nuestro interior crece el deseo de encontrar a nuestra comunidad y convertir juntos una tierra abandonada en un bosque de alimentos sintrópico, con su huerta selvática, sus líneas que serán museo de nuestras cagadas y sus gatos destructores.
Gracias por leernos,
Andreu y Marta
PD: Ese “Próximamente, Valencia” ha sido en algunos aspectos diferente a lo que pensábamos. En la próxima carta os lo compartiremos.
Es un placer leer vuestros paisajes. Entiendo lo que decís de esos días en los que el tiempo parece no acabarse y tienes para todo y para todos. Creo que es porque no estamos “ansiosos” porque se nos va el “tiempo”, como con el dinero (cuanto más miedo de gastar, más se gasta). La naturaleza te conecta con ese “tiempo cualitativo”, con esa tiempo “eterno”, que básicamente es estar presente.
Con ganas de saber cómo está transcurriendo vuestra vida ahora y sobre todo espero que todo vaya mejor por allí, aunque nunca sea igual.
Abrazo compañeros 🩵