Febrero y parte de marzo han sido meses duros para nosotros. Aunque hace más de un año que habíamos tomado la decisión de dejar nuestra casa, lo cierto es que no nos habíamos hecho aún a la idea. El momento siempre estaba muy lejos en el horizonte.
De repente, estamos a abril y ya solo queda mes y medio para que dejemos el que ha sido nuestro hogar durante 8 años.
Nos gustaría poder decir que somos gente desapegada que avanza sin mirar atrás, libre de miedos y de anhelos, pero no es así, para nada. Admiramos a esas personas que pueden dejar relaciones, trabajos, casas y lo que quieran sin darle mucha importancia, con la mirada puesta en la próxima aventura. Nosotros, por desgracia, no somos así.
Por eso el final del invierno ha sido una montaña rusa emocional. Cada vez que alguien nos preguntaba por nuestro proyecto lo primero que nos salía decir eran los miedos, los nervios y todos los conflictos que hemos tenido. Pensábamos que los problemas empezarían cuando estuviéramos "on the road", pero qué va, vienen en cuanto te asomas al abismo y dices, "¿Y ahora qué?"
Quizá lo más difícil haya sido transitar los duelos. A propósito de este tema te dejamos un pequeño texto de Marta sobre su duelo con la casa, con Valencia y con esta vida.
Raro en mí, no había llorado en todo este tiempo (los que me conocen saben que soy de lágrima fácil y a veces un poco escandalosa). Pensaba que si no lloraba era porque estaba todo bien y no había nada que llorar.
Me equivocaba. Hicieron falta unas setas para darme cuenta de ello.
Por setas me refiero a setas psicodélicas. También los que nos conocen saben que de vez en cuando recurrimos a ellas para profundizar en nosotros mismos o para conectar. Otras veces simplemente por diversión. Pero siempre, siempre, son sanadoras.
(Aunque no las recomendamos a todo el mundo ni en todas las circunstancias. Véase el post “Para qué sirven los psicodélicos”).
Antes de tomar psicodélicos, solemos manifestar un propósito. En esta ocasión, y sin pensarlo demasiado, dije para mis adentros "recordar". Estaba pensando en recordar la magia de la naturaleza, recordar el amor por las cosas vivas, recordar la actitud de juego y disfrute… pero las setas tenían una idea diferente para mí.
Lo que recordé fue el hogar. Nuestra casa, de la que nos íbamos a ir en unos meses. Hacer la siesta al sol, cocinar juntos en la encimera interminable, bailar swing en el comedor, montarnos nuestras fiestas en el ático “okupa”…
Y junto con la casa, la vida que hemos llevado hasta ahora, privilegiada y cómoda. Ir al mercado a comprar, cenar con mi madre y que nos dé tropecientos tuppers, tomar un café por las mañanas con mi padre, pasear por Ruzafa y contagiarnos de la jaranita de las terrazas...
Y junto con la vida, los gatos, la patita de Merry en mi mano y Pippin hecho un ovillo en su camita. Los recuerdo escapándose por los tejados o rebozándose por el suelo al sol, haciendo parkour o metidos en una caja. Quien tenga o haya tenido animales sabe cuánto se los llega a querer.
La tristeza que llevaba meses ignorando cayó sobre mí como una losa, aplastándome. Estaba sola en un risco que oteaba un valle y unas montañas bellísimas, pero todo lo que quería era irme a mi casa. Me acurruqué entre dos rocas. Hacía un viento que helaba los huesos y yo temblaba de frío y de pena. Los demás estaban cada uno a lo suyo. En cualquier caso no me podían ayudar.
Cuando la pena fue demasiado grande, fui a buscar a Andreu para no sentirme sola.
Andreu me sostuvo. Él sí que había enfrentado esa pena y ese miedo que yo estaba sintiendo ahora. Los había enfrentado cada día durante los últimos meses. “Claro que da miedo, y claro que es triste dejar algo que amas, pero… si no lo hacemos, ¿entonces qué? ¿Desayunamos en Fornelino por 2,90€ todos los fines de semana hasta el fin de nuestros días?”
Tenía razón. No es por menospreciar el Fornelino, el Panaria ni ninguna otra cafetería, pero queremos otra vida. Una vida menos consumista y más creativa, menos individualista y más comunitaria, menos gris asfalto y más verde hierba.
Esas setas fueron especiales por otro motivo. Vinieron el hermano de Andreu y también un buen amigo nuestro al que hacía años que no veíamos, Rober.
Rober se fue de Valencia huyendo de unas circunstancias familiares difíciles. Se fue a Mallorca a buscar trabajo y lo encontró como camarero. Se hartó a currar, como os podéis imaginar. En estos años cambió de casa varias veces, de pareja… y finalmente de trabajo. Renunció de un día para otro, lo estaban explotando por cuatro perras y estaba sobrepasado. Volvió a Valencia para reencontrarse consigo mismo y con el plan de irse a Asturias porque allí habían alquileres baratos y podía encontrar trabajo con relativa facilidad. Mientras escribo esto, ya está en Asturias, buscando nuevo hogar y nueva vida.
Rober ha vivido diez vidas en una y no tiene miedo a nada. Está cubierto de tatuajes y lleva su guitarra a todas partes, es su posesión más preciada. En inglés podríamos describirlo como streetwise; su escuela ha sido la calle.
Mientras Andreu y su hermano filosofaban sobre cómo traer al día a día la alegría y la presencia que dan las setas, Rober y yo mirábamos al cielo.
Estaba despejado, no había salido aún la luna y se veían las estrellas con total nitidez. Además, con los psicodélicos aún en el cuerpo, las estrellas titilaban como piedras preciosas y parecían unidas entre sí por hilos. Siempre decimos que con las setas entiendes las constelaciones. La Osa Mayor, Orión, Cassiopeia… se mueven juntas, como si fueran una sola cosa.
Estuvimos un buen rato con la cabeza echada hacia atrás, contemplando el cielo en silencio. No sé qué pasaría por la cabeza de Rober, pero yo estaba entre fascinada y triste. Y un poco curiosa.
Pensé en cómo debía de ser para él. Rober había dejado su hogar una y mil veces y con una precariedad que yo ni siquiera podía imaginarme, y ahí estaba yo con mi pena de persona privilegiada que deja su vida cómoda porque le apetece otra cosa. Pero mi pena era mi pena, no podía racionalizarla comparándome con la vida de otro.
Le pregunté cómo llevaba eso de no tener un sitio a donde volver, la incertidumbre y la inestabilidad, y me dijo, simplemente, "Tu casa eres tú."
Sí, así es. En esta vida nos vamos a desprender de todo finalmente, queramos o no. Incluso si Andreu y yo decidiéramos seguir en Valencia y en nuestra casa, la vida pasaría y se llevaría, una tras otra, todas las cosas que habíamos dado por hecho. Restaurantes a los que solíamos ir, amigos con los que solíamos encontrarnos, familia, parques, fiestas, trabajos, compañeros de trabajo, barrios, lugares donde comprábamos…
Nuestros lugares preferidos, incluso si permanecemos, también desaparecen.
Curiosamente, me acordé de una hiedra enorme que solía visitar en mis paseos. Era una hiedra que trepaba por un edificio frente al río, en la avenida Jacinto Benavente (si eres de Valencia quizá la hayas visto alguna vez). Me gustaba pasear por esa zona y detenerme a contemplarla. Un buen día —habían pasado meses desde la última vez que pasé por allí—, la vi toda seca, como nunca la había visto. Había hecho un calor tremendo ese verano y no había llovido nada. Pensé que quizá fuera temporal, pero al pasar de nuevo meses más tarde vi que no resucitaba. Se había muerto definitivamente. Me dolió como si aquella hiedra fuera mía de alguna manera, como si se hubiera cometido una injusticia contra mí. Nunca le hice una foto porque pensé que estaría ahí siempre.
Al volver a casa después de las setas me encerré a escribir como una loca. Escribí páginas y páginas listando todo por lo que estaba agradecida de mi hogar. Todas las comodidades, todas las personas que había acogido, todos los momentos vividos allí. Andreu y yo empezamos juntos y al poco tiempo ya estábamos en esa casa. Nos ha visto crecer como pareja y a cada uno como personas.
Había mucho que agradecer, a la casa y a Valencia, y a toda la gente que hemos conocido en esta etapa. Tanta gente preciosa, tantos momentos inolvidables… como cuando las Flappers nos visitaron en la terraza en Fallas y bailamos mientras estallaban fuegos artificiales detrás del dj. Épiquísimo.
Lo escribí todo y lo lloré todo, llena de agradecimiento.
No nos vamos a Nueva Zelanda, ni nos vamos para siempre, pero el cambio es inevitable. Seremos los que vienen por Navidad y llenan la agenda a tope para poder ver a todo el mundo.
Y está bien. La vida es cambio. Tanto si el cambio lo creamos nosotros como si nos viene por las circunstancias, hay que aceptar la impermanencia.
Cynthia Bourgeault, mística cristiana, dice que el mayor ofrecimiento que podemos hacer a este mundo son las lágrimas. Lágrimas que expresan nuestra vulnerabilidad al soportar que nuestro corazón se rompa y, pese a todo, sigamos amando.
Creo que expresa a la perfección lo que es hacer un duelo. Llorar lo que fue, porque lo amamos, y abrirnos a lo que venga después, porque seguimos con el corazón abierto.
Acabó el invierno, con sus conflictos, miedos y duelos, y ahora con la llegada de la primavera estamos también nosotros reverdeciendo.
Ahora, si nos preguntan, hay más ilusión que miedo. Estamos metiendo nuestros trastos en cajas y desprendiéndonos de muchas cosas, pero el dolor ya se ha acabado. Incluso nos gusta imaginar qué cosas querríamos tener en nuestra casa nueva en el campo (una tabla de cortar pizza? por supuesto!), en un futuro que no sabemos lo cercano o lejano que está.
Tenemos ganas de visitar sitios nuevos, conocer gente y aprender. De que nos pongan las ideas patas arriba. De tener conversaciones fascinantes con gente más rara aún que nosotros. De pinchar drum & bass en una rave hippie en medio del campo. De que nos duela la espalda de levantar bancales y cortar leña. De darnos cuenta de que no teníamos ni idea de nada.
Somos muy conscientes de que habrá momentos duros. Sabemos que habrá días en que nos plantearemos enviarlo todo a tomar viento y nos enfadaremos con el mundo y (lo que más miedo nos da) el uno con el otro, pero confiamos en nuestra resiliencia, en nuestra flexibilidad y en nuestro amor.
Y sabemos que pese a los momentos duros habrá merecido la pena.
Nos imaginamos un poco como Bilbo cuando apareció Gandalf ante su puerta y le presentó a los enanos y su búsqueda, la Montaña Solitaria y el dragón Smaug. Igual es un poco pretencioso compararnos con héroes como Bilbo, pero si algo tenemos en común con él (y con su sobrino Frodo) es su temor a dejar el hogar y la vida sencilla y amada que había conocido hasta el momento.
Pasado el duelo (en su mayor parte), hoy solo tenemos agradecimiento. Gracias, casa. Gracias, Merry y Pippin. Gracias, Valencia. Gracias, trabajos. Gracias, amigos y gracias, familia querida.
Y gracias a todos los que nos habéis demostrado vuestro apoyo desde que escribimos el post anterior (Carta a mis padres). A los que nos conocéis bien (y que echaremos mucho de menos) y a los que no conocemos más que por este medio y que quizá (ojalá!) lleguemos a conocer un día. Gracias por seguirnos en nuestras locuras!
Un abrazo,
Marta y Andreu
Que maravilloso texto, justo yo hace poco me mude de casa y aunque solo estuve ahí un año, tenia planes de que fueran muchos años mas en ese espacio, tenia grandes ideas en mente para decorar y acomodar a mi gusto, lastimosamente por cosas del destino no pudo ser. Me he sentido muy mal y he estado atravesando ese duelo por esa casa. Leer este texto me llena de mucha esperanza y de deseos de continuar porque la vida sigue andando, se que mas adelante llegaran nuevas y mejores oportunidades. Un abrazo y éxitos en su caminar.
Cuanta verdad, cuanta valentía y cuantas ganas de vivir hay en vuestras palabras!. Me encanta leeros! Sois inspiración pura! Ya tengo ganas de leer vuestras aventuras y aprendizajes de este gran cambio que habéis decidido!
En cuanto al tema setas, es algo que siempre me ha llamado la atención pero que aun no he probado por miedo, soy bastante sensible a todo en general y tengo miedo a no poder controlar lo que pueda ver o sentir.
Un abrazo y mucho ánimo para transitar la incertidumbre antes de partir!💛