Hemos estado tres semanas en Quinta do Barbeito, una finca de permacultura en el norte de Portugal. La finca la lleva Guy, un sueco de 67 años que desde pequeño tenía el sueño de crear su propia jungla. A día de hoy puede enorgullecerse de haberlo conseguido.
Quinta do Barbeito es una finca de apenas dos hectáreas y media que parece de seis o siete. Es laberíntica, frondosa, inacabable. Tres semanas después, todavía había terrazas que no hemos pisado y zonas que están tan crecidas que no se puede acceder. Y Marta seguía perdiéndose en ella si la dejas sola (aunque, a decir verdad, a veces también se pierde por su barrio en Valencia).
Guy ha plantado más de 400 especies de todas partes del mundo, muchas de ellas con frutas que no habíamos probado nunca (como el Solanum muricatum, una especie de tomate con un sabor entre pepino y melón). Tiene un bosque de bambús, árboles para crear biomasa, pérgolas cubiertas de maracuyá, kiwis y physalis por todas partes, camas elevadas de cultivo, dos charcas para las ranas, y hasta una línea experimental de agricultura sintrópica…
La casa es otra historia. Es austera. Y un poco destartalada. Frías paredes de piedra, puertas viejas de madera oscura, ventanas que han perdido uno de los dos cristales, grifos que gotean… Y por la noche hace ruidos como una persona mayor con artritis, y algunos de esos ruidos son de pequeños amigos peludos. Los gatos de los vecinos se ponen las botas cuando vienen de visita.
Guy no tiene interés en el hogar más que para dormir en él. Su vida está fuera, en el campo. Y dentro de su cabeza, en sus diseños. Toda la finca la ha diseñado él mismo, proyectando con años de antelación lo que plantaría aun a día de hoy.
Dieciocho años son los que lleva aquí, y el trabajo no termina. Pero como dicen en
, es un "trabajuego". Hay mucho que hacer, pero se hace gustosamente, y la recompensa de tanto trabajo es un espacio verde, precioso y lleno de vida.Hace dieciocho años en Barbeito no había nada, salvo alguna vid y un viejo manzano. La finca era un campo baldío donde se había plantado maíz con ayuda de pesticidas y fertilizantes. A Guy no le importaba; de hecho, lo prefería así. Después de años estudiando permacultura, por fin tenía la oportunidad de ponerla en práctica.
Empleó especies pioneras de rápido crecimiento, restos de poda, trabajos de tierra, líneas clave, inoculaciones de hongos, humus de lombriz y compost, piedra caliza para subir el pH… Estrategias que imitan los procesos naturales y aceleran la tendencia de todo lo que es vida: generar más y más abundancia.
Mantener la jungla es un trabajo a tiempo completo, y aunque recibe a voluntarios casi todo el año, sus proyectos avanzan lento. Como el de arreglar la ducha de dentro de casa. Hay otra fuera, bajo los árboles, que consiste en una manguera negra al sol, un cubo y un balde. La operación la conocían bien nuestros abuelos: metes el balde en el cubo de agua caliente y te echas el agua por encima. Es sorprendentemente cómodo, la verdad. No echamos de menos una ducha con cortinas y agua a presión, aunque no creo que dijéramos lo mismo en invierno. Guy, como es sueco, no tiene el mismo concepto de frío que nosotros.
Guy es un tipo peculiar. Tiene las cosas muy claras y la mente optimizadora de un ex-programador. Te instruye sobre la manera más apropiada de coger una rama para que la compresión facilite el corte. Hasta dónde cavar alrededor de una zarza y cómo tirar de ella para arrancarla de raíz. A qué altura lanzar el gancho para que el tronco no se te caiga encima mientras lo sierras. Incluso en la cocina tiene manual de instrucciones: cómo voltear los copos de avena para que se hagan uniformemente, por qué es mejor tostar las especias enteras, dejarlas enfriar y después molerlas… Y un largo etcétera que no se cansa de repetir a un wwoofer tras otro.
Es un maestro de vocación. Y de hecho lo fue: profesor de ingeniería de sistemas en la universidad. Y durante un par de años guía turístico en Italia, con apenas cuatro meses de clases de italiano pero muchos libros de historia del arte a sus espaldas. Un erudito, un amante del aprendizaje y la experimentación.
Aunque todo lo que tiene de conocimiento le falta de inteligencia emocional, como pasa a veces. Al leer la kilométrica descripción de la granja en la página de WWOOF nos imaginamos que íbamos a encontrarnos con todo un personaje, y no nos equivocábamos.
El contrato de trabajo en Barbeito era más exigente que en otras fincas. Seis horas de trabajo, seis días a la semana (lo normal son cinco y cinco). En principio, algo que no habríamos aceptado, pero queríamos conocer el proyecto y teníamos la expectativa de aprender mucho sobre permacultura.
Los aprendizajes casi nunca llegan como te los esperas. En este caso, más que permacultura, lo que hemos aprendido es a ser claros con nuestras expectativas y nuestros límites. Treinta y seis horas de trabajo son muchas horas, pero creíamos que merecerían la pena si era un trabajo variado en el huerto, plantando, podando, desyerbando, cosechando, practicando con distintas técnicas de propagación...
Después de semana y media descubrimos que no íbamos a aprender mucho de huerto después de todo. Quitamos zarzas, cortamos y pelamos acacias, creamos acolchado para los árboles, cavamos agujeros y reparamos vallas, un día tras otro. Un trabajo físico que estimulaba el cuerpo pero que no satisfacía nuestras expectativas de conocimientos. Max, un compañero wwoofer que estaba allí con nosotros, nos dijo que la mayoría de proyectos te ponían a hacer tareas de mantenimiento como aquellas.
Marta, que tiene una parte muy puntillosa con el equilibrio, echaba ascuas. Además de la jornada intensiva, habíamos hecho otras tantas horas de más porque unas vacas se habían colado en el terreno y devorado el kale, por lo que reparar las vallas eran una prioridad.
Comprensible, pero el contrato no estaba funcionando ya para nosotros. Había que hacer algo.
Estuvimos pensándolo un par de días. ¿Se lo decimos o buscamos alguna manera de equilibrar la balanza por nuestra cuenta? ¿Nos escaqueamos alguna hora? ¿Nos zampamos el bote de mantequilla de cacahuete a escondidas? ¿Nos tomamos descansos cada vez que se pierda de vista el "capataz"?
Nos dimos cuenta de que había una tendencia en nosotros a rebelarnos en la sombra, a escatimar nuestra energía e implicación cuando sentimos que una situación está desbalanceada. Una actitud de revancha, de niños haciendo pucheros, de adolescentes usando un libro de pantalla y escondiendo la Nintendo detrás.
Puede parecer que con esas maniobras estábamos equilibrando la balanza, pero en realidad solo estábamos evitando afrontar un conflicto necesario.
Finalmente reunimos valor. La tercera mañana que íbamos a pasar reparando vallas nos plantamos y le dijimos que si no íbamos a aprender de huerto, como daba a entender la descripción de la granja, que nos quedábamos con el contrato básico de wwoofing de cinco horas y cinco días. Y que las horas extra que habíamos hecho nos las íbamos a tomar en un par de tardes libres.
Fue incómodo. Al principio sonó más brusco de lo que pretendíamos (estábamos nerviosos). Él nos miraba sonriente, como siempre, pero con una chispa de desconcierto, como si nunca nadie le hubiera planteado algo así. Sin embargo, lo entendió. Nos ofreció hacer ese trabajo de huerto que queríamos hacer: propagar, plantar, cuidar el vivero… Es cierto que lo había descuidado ese año y que habíamos estado haciendo más mantenimiento de lo que era habitual. Aceptamos.
Al sacar aquello de dentro, la relación mejoró y nos sentimos más en paz con el intercambio. Poner límites no está reñido con ser amables.
Podríamos dejar esta carta aquí, con esta edificante enseñanza sobre asertividad. “Di lo que piensas y todo mejorará”.
Pero lo cierto es que no terminamos de estar a gusto. Aunque hicimos más jardinería y aprendimos algunas cosas útiles, Guy no dejaba de ser Guy. La manera de hablar seguía siendo paternalista, como si estuviera enseñando a niños, y niños no especialmente dotados. La rigidez en torno a la mesa, tan británica del siglo XX, seguía asfixiándonos. “Would you pass me the sugar, please?”. Los largos silencios. Las recetas seguidas al pie de la letra, sin espacio para ser creativos. La ausencia de música, de alegría.
Tuvimos un breve respiro. Se fue de viaje y nos dejó a cargo de la finca durante una semana. Semana que nos tomamos muy chill. Por las mañanas, trabajo físico (zarzas, acolchado, poda) y por las tardes drum and bass, paseos al pueblo y a nuestro rincón de meditación en la montaña. Por las noches improvisar recetas locas con los pocos ingredientes que teníamos, luces multicolor adornando el comedor y más música, jazz esta vez. Charlar con Max de temas inapropiados, hincharnos a chocolate, reír a carcajadas. El paraíso.
Cuando volvió Guy, aunque retomamos las enseñanzas de huerto, el espíritu del lugar volvió a ensombrecerse para nosotros. Haces mal esto, haces mal aquello. “That’s a bad habit”, con tono de riña. Se escapa de nuestra habitación un poco de música (de meditación, lo más neutro que existe) y nos cierra la puerta. Hasta sus “Marvelous!” nos empezaban a sonar siniestros.
Adelantamos nuestra partida cinco días. No podíamos más.
¿Qué hemos aprendido? Que la asertividad es importante, eso por descontado. Pedir lo que necesitamos, asumiendo que quizá el otro no esté dispuesto a dárnoslo. Confrontar, en lugar de evitar. Los monstruos que enfrentamos suelen ser mucho menos terribles que aquellos de los que huimos. Ha sido una enseñanza valiosa y nos sentimos orgullosos de haber puesto sobre la mesa nuestras expectativas y necesidades.
También hemos aprendido que no todo el mundo te va a caer bien, ni tú le vas a caer bien a todo el mundo.
El día de antes de irnos nosotros llegaba una nueva wwoofer. Susanne, una mujer de 67 años, inglesa de pura cepa, microbióloga. Una mujer con educación universitaria, recalcó Guy, una científica. Para él eso te da caché, te distingue de las masas ignorantes y sin pensamiento crítico. De los permacultores que hablan de fuerza vital y esas tonterías.
No podíamos más, en serio.
Susanne y Guy se llevaron maravillosamente. Nuestra última cena en la casa fue exquisitamente polite y aburrida.
Pese a todo, la balanza es positiva. Siempre lo es. Muchas de las plantas medicinales saben a rayos, pero en ese sabor amargo está precisamente su efectividad. Estamos agradecidos a Barbeito y a Guy porque nos ha permitido aprender sobre nosotros mismos. También le debemos muchos tips valiosos, conocimientos aplicados y un poco de práctica en el huerto, que siempre viene bien.
Y un poco menos de aversión a los ratones. Mucho ha llovido desde la primera noche, intentando echar a nuestro amigo peludo con escoba y manta, a la última, en la que ya hasta le tomábamos fotos.
Gracias, Quinta do Barbeito, y gracias, Guy, por tantos aprendizajes.
Y gracias a ti por leernos.
Marta y Andreu
PD: En el último vídeo del canal contamos algunas anécdotas de la experiencia, como la extraña aversión de Guy a escuchar ningún tipo de música. “Si ponéis música, me voy a mi cuarto”. Peculiar es decir poco…
Fantástico los aprendizajes. Por vuestro relato, el tal Guy tenía una energía algo raruna. Creo que una retirada a tiempo es una victoria. Y como dice Sol Aguirre, si te tienes que agachar, ahí no es.
A por otra experiencia y a seguir aprendiendo.
Que maravillosa experiencia y mas aún cuando pudieron atravesarla con tanto aprendizaje como resultado. Me encanta seguir su camino y sus relatos hacen que uno se sienta parte y parezca un observador en esa aventura.